Aquí
había sido primero como una sangría, un vapuleo de uso interno, una necesidad
de sentir el estúpido pasaporte de tapas azules en el bolsillo del saco, la
llave del hotel bien segura en el clavo del tablero. El miedo, la ignorancia,
el deslumbramiento: Esto se llama así, eso se pide así, ahora esa mujer va a
sonreír, más allá de esa calle empieza el Jardin des Plantes. París, una
tarjeta postal con un dibujo de Klee al lado de un espejo sucio. La Maga había
aparecido una tarde en la rue du Cherche-Midi, cuando subía a mi pieza de la
rue de la Tombe Issoire traía siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y si
no tenía dinero elegía una hoja de plátano en el parque. Por ese entonces yo
juntaba alambres y cajones vacíos en las calles de la madrugada y fabricaba
móviles, perfiles que giraban sobre las chimeneas, máquinas inútiles que la
Maga me ayudaba a pintar. No estábamos enamorados, hacíamos el amor con un
virtuosismo desapegado y crítico, pero después caíamos en silencios terribles y
la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y
contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo. La Maga
acababa por levantarse y daba inútiles vueltas por la pieza. Más de una vez la
vi admirar su cuerpo en el espejo, tomarse los senos con las manos como las estatuillas
sirias y pasarse los ojos por la piel en una lenta caricia. Nunca pude resistir
al deseo de llamarla a mi lado, sentirla caer poco a poco sobre mí, desdoblarse
otra vez después de haber estado por un momento tan sola y tan enamorada frente
a la eternidad de su cuerpo.
En
ese entonces no hablábamos mucho de Rocamadour, el placer era egoísta y nos
topaba gimiendo con su frente estrecha, nos ataba con sus manos llenas de sal.
Llegué a aceptar el desorden de la Maga como la condición natural de cada instante,
pasábamos de la evocación de Rocamadour a un plato de fideos recalentados,
mezclando vino y cerveza y limonada, bajando a la carrera para que la vieja de
la esquina nos abriera dos docenas de ostras, tocando en el piano descascarado
de madame Noguet melodías de Schubert y preludios de Bach, o tolerando Porgy
and Bess con bifes a la plancha y pepinos salados. El desorden en que vivíamos,
es decir el orden en que un bidé se va convirtiendo por obra natural y
paulatina en discoteca y archivo de correspondencia por contestar, me parecía
una disciplina necesaria aunque no quería decírselo a la Maga. Me había llevado
muy poco comprender que a la Maga no había que plantearle la realidad en
términos metódicos, el elogio del desorden la hubiera escandalizado tanto como
su denuncia. Para ella no había desorden, lo supe en el mismo momento en que
descubrí el contenido de su bolso (era en un café de la rue Réaumur, llovía y empezábamos
a desearnos), mientras que yo lo aceptaba y lo favorecía después de haberlo identificado;
de esas desventajas estaba hecha mi relación con casi todo el mundo, y cuántas
veces, tirado en una cama que no se tendía en muchos días, oyendo llorar a la
Maga porque en el metro un niño le había traído el recuerdo de Rocamadour, o
viéndola peinarse después de haber pasado la tarde frente al retrato de Leonor
de Aquitania y estar muerta de ganas de parecerse a ella, se me ocurría como
una especie de eructo mental que todo ese abecé de mi vida era una penosa estupidez
porque se quedaba en mero movimiento dialéctico, en la elección de una
inconducta en vez de una conducta, de una módica indecencia en vez de una
decencia gregaria. La Maga se peinaba, se despeinaba, se volvía a peinar.
Pensaba en Rocamadour; cantaba algo de Hugo Wolf (mal), me besaba, me
preguntaba por el peinado, se ponía a dibujar en un papelito amarillo, y todo
eso era ella indisolublemente mientras yo ahí, en una cama deliberadamente
sucia, bebiendo una cerveza deliberadamente tibia, era siempre yo y mi vida, yo
con mi vida frente a la vida de los otros. Pero lo mismo estaba bastante
orgulloso de ser un vago consciente y por debajo de lunas y lunas, de
incontables peripecias donde la Maga y Ronald y Rocamadour, y el Club y las
calles y mis enfermedades morales y otras piorreas, y Berthe Trépat y el hambre
a veces y el viejo Trouille que me sacaba de apuros, por debajo de noches
vomitadas de música y tabaco y vilezas menudas y trueques de todo género, bien
por debajo o por encima de todo eso no había querido fingir como los bohemios
al uso que ese caos de bolsillo era un orden superior del espíritu o cualquier
otra etiqueta igualmente podrida, y tampoco había querido aceptar que bastaba
un mínimo de decencia (¡decencia, joven!) para salir de tanto algodón manchado.
Y así me había encontrado con la Maga, que era mi testigo y mi espía sin
saberlo, y la irritación de estar pensando en todo eso y sabiendo que como
siempre me costaba mucho menos pensar que ser, que en mi caso el ergo de la
frasecita no era tan ergo ni cosa parecida, con lo cual así íbamos por la
orilla izquierda, la Maga sin saber que era mi espía y mi testigo, admirando enormemente
mis conocimientos diversos y mi dominio de la literatura y hasta del jazz cool,
misterios enormísimos para ella. Y por todas esas cosas yo me sentía antagónicamente
cerca de la Maga, nos queríamos en una dialéctica de imán y limadura, de ataque
y defensa, de pelota y pared. Supongo que la Maga se hacía ilusiones sobre mí,
debía creer que estaba curado de prejuicios o que me estaba pasando a los
suyos, siempre más livianos y poéticos. En pleno contento precario, en plena
falsa tregua, tendí la mano y toqué el ovillo París, su materia infinita
arrollándose a sí misma, el magma del aire y de lo que se dibujaba en la ventana,
nubes y buhardillas; entonces no había desorden, entonces el mundo seguía
siendo algo petrificado y establecido, un juego de elementos girando en sus
goznes, una madeja de calles y árboles y nombres y meses. No había un desorden
que abriera puertas al rescate, había solamente suciedad y miseria, vasos con
restos de cerveza, medias en un rincón, una cama que olía a sexo y a pelo, una
mujer que me pasaba su mano fina y transparente por los muslos, retardando la
caricia que me arrancaría por un rato a esa vigilancia en pleno vacío.
Demasiado tarde, siempre, porque aunque hiciéramos tantas veces el amor la
felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más triste que esta paz y este placer,
un aire como de unicornio o isla, una caída interminable en la inmovilidad. La
Maga no sabía que mis besos eran como ojos que empezaban a abrirse más allá de
ella, y que yo andaba como salido, volcado en otra figura del mundo, piloto
vertiginoso en una proa negra que cortaba el agua del tiempo y la negaba.
En
esos días del cincuenta y tantos empecé a sentirme como acorralado entre la
Maga y una noción diferente de lo que hubiera tenido que ocurrir. Era idiota sublevarse
contra el mundo Maga y el mundo Rocamadour, cuando todo me decía que apenas
recobrara la independencia dejaría de sentirme libre. Hipócrita como pocos, me
molestaba un espionaje a la altura de mi piel, de mis piernas, de mi manera de
gozar con la Maga, de mis tentativas de papagayo en la jaula leyendo a
Kierkegaard a través de los barrotes, y creo que por sobre todo me molestaba
que la Maga no tuviera conciencia de ser mi testigo y que al contrario estuviera
convencida de mi soberana autarquía; pero no, lo que verdaderamente me
exasperaba era saber que nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en
esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por
liberarme era una admisión de derrota. Me dolía reconocer que a golpes sintéticos,
a pantallazos maniqueos o a estúpidas dicotomías resecas no podía abrirme paso
por las escalinatas de la Gare de Montparnasse adonde me arrastraba la Maga
para visitar a Rocamadour. ¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin
pretender explicarlo, sin sentar las nociones de orden y de desorden, de
libertad y Rocamadour como quien distribuye macetas con geranios en un patio de
la calle Cochabamba? Tal vez fuera necesario caer en lo más profundo de la
estupidez para acertar con el picaporte de la letrina o del Jardín de los
Olivos. Por el momento me asombraba que la Maga hubiera podido llevar la
fantasía al punto de llamarle Rocamadour a su hijo. En el Club nos habíamos
cansado de buscar razones, la Maga se limitaba a decir que su hijo se llamaba
como su padre pero desaparecido el padre había sido mucho mejor llamarlo
Rocamadour y mandarlo al campo para que lo criaran en nourrice. A veces la Maga
se pasaba semanas sin hablar de Rocamadour, y eso coincidía siempre con sus
esperanzas de llegar a ser una cantante de lieder. Entonces Ronald venía a
sentarse al piano con su cabezota colorada de cowboy, y la Maga vociferaba Hugo
Wolf con una ferocidad que hacía estremecerse a madame Noguet mientras, en la
pieza vecina, ensartaba cuentas de plástico para vender en un puesto del
Boulevard de Sébastopol. La Maga cantando Schumann nos gustaba bastante, pero
todo dependía de la luna y de lo que fuéramos a hacer esa noche, y también de
Rocamadour porque apenas la Maga se acordaba de Rocamadour el canto se iba al
diablo y Ronald, solo en el piano, tenía todo el tiempo necesario para trabajar
sus ideas de bebop o matarnos dulcemente a fuerza de blues.
No
quiero escribir sobre Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto acercarme
mejor a mí mismo, dejar caer todo eso que me separa del centro. Acabo siempre
aludiendo al centro sin la menor garantía de saber lo que digo, cedo a la
trampa fácil de la geometría con que pretende ordenarse nuestra vida de
occidentales: Eje, centro, razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia indoeuropea.
Incluso esta existencia que a veces procuro describir, este París donde me
muevo como una hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedad
axial, el reencuentro con el fuste. Cuantas palabras, cuántas nomenclaturas
para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama
triángulo, de que ocho por ocho es la locura o un perro abrazado a la Maga, esa
concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con
miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida
las ideas que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su vaivén instantáneo y
otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras: muñequito
insignificante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongo en fila, de
menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de valores
tan bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo religioso.
Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El muñequito,
la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace cosquillas.
Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, la cosquilla, la ética.
Julio Cortázar y Edith Aron (La Maga) |
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