Nunca
comprenderán los seres humanos por qué algunos de ellos son condenados a la
locura, por qué existe esa fatalidad inexorable que es la entrada en el caos,
en el cual la lucidez no puede durar más que el relámpago.
Las
páginas más inspiradas, aquellas de las que emana un lirismo absoluto, esas páginas
en las que se siente uno abandonado a una exaltación, a una ebriedad total del
ser, sólo pueden escribirse en un estado de tensión tal que todo regreso al
equilibrio resulta tras él ilusorio.
De
ese estado no se puede salir indemne: el resorte íntimo del ser se ha roto, las
barreras interiores desmoronado.
El
presentimiento de la locura se produce únicamente tras experiencias capitales.
Creemos
entonces haber alcanzado alturas vertiginosas, en las cuales vacilamos,
perdemos el equilibrio y la percepción normal de lo concreto y lo inmediato. Un
gran peso parece aplastar el cerebro como para reducirlo a una simple ilusión,
y sin embargo es ésa una de las pocas sensaciones que nos revelan, justamente,
la horrible realidad orgánica de la que nuestras experiencias proceden.
Bajo
esa presión, que intenta golpearnos contra la tierra y hacernos estallar, surge
el miedo, un miedo cuyos componentes son difíciles de definir.
No
se trata del miedo a la muerte, que se apodera del ser humano para dominarlo
hasta asfixiarlo; no es un miedo que se insinúa en el ritmo de nuestro ser para
paralizar el proceso de la vida que se lleva a cabo en nosotros —es un miedo
que atraviesan relámpagos poco frecuentes pero intensos, como un trastorno
soportado que elimina para siempre toda posibilidad de equilibrio futuro.
Es
imposible delimitar este extraño presentimiento de la locura. Su aspecto
aterrador proviene de que percibimos en
él una disipación total, una pérdida irremediable para nuestra vida. Sin dejar
de respirar y alimentarme, yo he perdido todo lo que nunca pude añadir a mis
funciones biológicas.
Pero
ésa no es más que una muerte aproximativa.
La
locura nos hace perder nuestra especificidad, todo lo que nos individualiza en
el universo, nuestra perspectiva propia, el cariz particular de nuestro
espíritu.
La
muerte también nos hace perderlo todo, con la diferencia de que la pérdida es
en ella el resultado de una proyección en la nada.
De
ahí que, aunque persistente y esencial, el miedo a la muerte sea menos extraño
que el miedo a la locura, en la cual nuestra semipresencia es un factor de
inquietud mucho más complejo que el terror orgánico a la ausencia total experimentado
ante la nada.
¿No
sería acaso la locura una manera de evitar las miserias de la vida?
Esta
pregunta sólo se justifica teóricamente, dado que, en la práctica, quien es
víctima de ciertas ansiedades considera el problema de modo diferente
presentimiento de la locura va acompañado del miedo a la lucidez durante la
locura, el miedo a los momentos de regreso a sí mismo, en los que la intuición
del desastre podría engendrar una locura aún mayor.
De
ahí que no exista salvación a través de la locura.
Deseamos
el caos, pero tememos sus revelaciones.
Toda
forma de locura es tributaria del temperamento y de la condición orgánicos.
Como
la mayoría de los locos se reclutan entre los depresivos, la depresión es
fatalmente más abundante que la exaltación alegre y desbordante.
La
melancolía profunda es tan frecuente en ellos que casi todos padecen tendencias
suicidas.
¡Qué
difícil solución es el suicidio cuando no se está loco!
Me
gustaría perder el juicio con una sola condición: tener la certeza de ser un
loco jovial, sin problemas ni obsesiones, jocoso durante todo el día.
A
pesar de mi deseo vehemente de éxtasis luminosos, si estuviese loco no los
desearía, dado que tras ellos siempre se producen depresiones.
Por
el contrario, me gustaría que un manantial de luz brotase de mí para transfigurar
el universo -un manantial que, lejos de la tensión del éxtasis, conservara la
calma de una eternidad luminosa, que tuviera la ligereza de la gracia y el
calor de una sonrisa.
Quisiera
que el mundo entero flotasen ese sueño de claridad, en ese encantamiento transparente
e inmaterial. Que no hubiese ya obstáculos ni materia, forma o confines.
Y
en ese paraíso, yo muriese de luz.
El corazón de la locura. Salvador Dalí |