5.3.15

Las Fresas. Émile Zola

I

Una mañana de junio, al abrir la ventana, recibí en el rostro un soplo de aire fresco. Durante la noche había habido una fuerte tormenta. El cielo parecía como nuevo, de un azul tierno, lavado por el chaparrón hasta en sus más pequeños rincones. Los tejados, los árboles cuyas altas ramas percibía por entre las chimeneas, estaban aún empapados de lluvia, y aquel trozo de horizonte sonreía bajo un sol pálido. De los jardines cercanos subía un agradable olor a tierra mojada.

-Vamos, Ninette, -grité alegremente- ponte el sombrero… Nos vamos al campo.

Aplaudió. Terminó su arreglo personal en diez minutos, lo que es muy meritorio tratándose de una coqueta de veinte años. A las nueve, nos encontrábamos en los bosques de Verrières.

II

¡Qué discretos bosques, y cuántos enamorados no han paseado por ellos sus amores! Durante la semana, los sotos están desiertos, se puede caminar uno junto al otro, con los brazos en la cintura y los labios buscándose, sin más peligro que el de ser vistos por las muscarias de las breñas. Las avenidas se prolongan, altas y anchas, a través de las grandes arboledas, el suelo está cubierto de una alfombra de hierba fina sobre la que el sol, agujereando los ramajes, arroja tejos de oro. Hay caminos hundidos, senderos estrechos muy sombríos, en los que es obligatorio apretarse uno contra el otro. Hay también espesuras impenetrables donde pueden perderse si los besos cantan demasiado alto.

Ninon se soltaba de mi brazo, corría como un perro pequeño, feliz de sentir la hierba rozándole los tobillos. Luego volvía y se colgaba de mi hombro, cansada, afectuosa. El bosque se extendía, mar sin fin de olas de verdor. El silencio trémulo, la sombra animada que caía de los grandes árboles se nos subía a la cabeza, nos embriagaba con toda la savia ardiente de la primavera. En el misterio del soto uno vuelve a ser niño.

-¡Oh! ¡fresas, fresas! -gritó Ninon saltando una cuneta como una cabra escapada, y removiendo las brozas.

III

Fresas desgraciadamente, no; sólo freseras, toda una capa de freseras que se extendía por debajo de los espinos. Ninon ya no pensaba en los animales a los que les tenía auténtico pánico. Paseaba osadamente las manos por entre las hierbas, levantando cada hoja, desesperada por no encontrar ni el menor fruto.

-Se nos han adelantado -dijo con una mueca de enojo-. ¡Oh! busquemos bien, aún debe haber alguna.

Y nos pusimos a buscar concienzudamente. Con el cuerpo doblado, el cuello tendido, los ojos fijos en el suelo, avanzábamos a pequeños pasos prudentes, sin arriesgar una palabra por miedo a que las fresas se echaran a volar. Habíamos olvidado el bosque, el silencio y la sombra, las amplias avenidas y los estrechos senderos. Las fresas, sólo las fresas. A cada manchón que encontrábamos, nos bajábamos, y nuestras manos agitadas se tocaban por debajo de las hierbas. Recorrimos así más de una legua, curvados, errando a izquierda y derecha. Pero no encontramos ni la más mínima fresa. Freseras magníficas sí, con hermosas hojas de un verde oscuro. Yo veía los labios de Ninon repulgarse y sus ojos humedecerse.

IV

Habíamos llegado frente a un ancho talud sobre el que el sol caía de lleno, con pesados calores. Ninon se acercó al talud, decidida a no buscar más. De repente, lanzó un grito intenso. Acudí asustado creyendo que se había herido. La encontré agachada; la emoción la había sentado en el suelo, y me mostraba con el dedo una fresa pequeña, del tamaño de un guisante y madura sólo por un lado.

-Cógela tú -me dijo con voz baja y acariciadora.

Me senté junto a ella en la parte baja del talud.

-No, tú la has encontrado, eres tú quien debe cogerla -respondí.

-No, dame ese gusto, cógela.

Me negué tanto y tan bien que Ninon se decidió por fin a cortar el tallo con su uña. Pero fue otra historia cuando se trató de saber quién de los dos se comería aquella pobre pequeña fresa que nos había costado una hora larga de búsqueda. A toda costa Ninon quería metérmela en la boca. Resistí firmemente, luego tuve que condescender y se decidió que la fresa sería partida en dos.

Ella la puso entre sus labios diciéndome con una sonrisa:

-Vamos, coge tu parte.

Cogí mi parte. No sé si la fresa fue compartida fraternalmente. Ni siquiera sé si saboreé la fresa, tan buena me supo la miel del beso de Ninon.

V

El talud estaba cubierto de freseras, de freseras como es debido. La recolección fue abundante y feliz. Habíamos puesto en el suelo un pañuelo blanco, jurándonos solemnemente que depositaríamos allí nuestro botín, sin comernos ninguna. En varias ocasiones, no obstante, me pareció ver que Ninon se llevaba la mano a la boca.

Cuando terminamos la recolección, decidimos que era el momento de buscar un rincón a la sombra para desayunar a gusto. El pañuelo fue religiosamente colocado a nuestro lado.

¡Dios bendito! ¡Qué bien se estaba allí sobre el musgo, en la voluptuosidad de aquel frescor verde! Ninon me miraba con ojos húmedos. El sol había puesto suaves rojeces en su cuello. Cuando vio toda mi ternura en mi mirada, se acercó a mí tendiéndome las dos manos, en un gesto de adorable abandono.

El sol, luciendo sobre los altos ramajes, lanzaba tejos de oro a nuestros pies, en la hierba fina. Incluso las muscarias se callaban y no miraban. Cuando buscamos las fresas para comérnoslas, comprobamos con estupor que estábamos tendidos de lleno sobre el pañuelo.

Portrait d'Émile Zola. Édouard Manet [1868]
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26.2.15

La Maga, El Género Rojo y el Terrón de Azúcar. [Rayuela. Fragmento Cap I] Julio Cortázar

... En fin, no es fácil hablar de la Maga que a esta hora anda seguramente... mirando aplicadamente el suelo hasta encontrar un pedazo de género rojo. Si no lo encuentra seguirá así toda la noche, revolverá en los tachos de basura, los ojos vidriosos, convencida de que algo horrible le va a ocurrir si no encuentra esa prenda de rescate, la señal del perdón o del aplazamiento. Sé lo que es eso porque también obedezco a esas señales, también hay veces en que me toca encontrar trapo rojo. Desde la infancia apenas se me cae algo al suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a ocurrir una desgracia, no a mí sino a alguien a quien amo y cuyo nombre empieza con la inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede contenerme cuando algo se me cae al suelo, ni tampoco vale que lo levante otro porque el maleficio obraría igual. He pasado muchas veces por loco a causa de esto y la verdad es que estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz o un trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del terrón de azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante bacán con montones de gerentes, putas de zorros plateados y matrimonios bien organizados. Estábamos con Ronald y Etienne, y a mí se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar abajo de una mesa bastante lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la atención fue la forma en que el terrón se había alejado, porque en general los terrones de azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones paralelepípedas evidentes. Pero éste se conducía como si fuera una bola de naftalina, lo cual aumentó mi aprensión, y llegué a creer que realmente me lo habían arrancado de la mano. Ronald, que me conoce, miró hacia donde había ido a parar el terrón y se empezó a reír. Eso me dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo se acercó pensando que se me había caído algo precioso, una Parker o una dentadura postiza, y en realidad lo único que hacía era molestarme, entonces sin pedir permiso me tiré al suelo y empecé a buscar el terrón entre los zapatos de la gente que estaba llena de curiosidad creyendo (y con razón) que se trataba de algo importante. En la mesa había una gorda pelirroja, otra menos gorda pero igualmente putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que hice fue darme cuenta de que el terrón no estaba a la vista y eso que lo había visto saltar hasta los zapatos (que se movían inquietos como gallinas). Para peor el piso tenía alfombra, y aunque estaba asquerosa de usada, el terrón se había escondido entre los pelos y no podía encontrarlo. El mozo se tiró del otro lado de la mesa y ya éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos-gallina que allá arriba empezaban a cacarear como locas. El mozo seguía convencido de la Parker o el Luis de oro, y cuando estábamos bien metidos debajo de la mesa, en una especie de gran intimidad y penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una cara que era como para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas de reír, el miedo me hacía una doble llave en la boca del estómago y al final me dio una verdadera desesperación (el mozo se había levantado furioso) y empecé a agarrar los zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no estaría agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, los gallos gerentes me picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me movía de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado en la palma de la mano y sintiendo como se mezclaba con el sudor de la piel, como asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa clase de episodios todos los días.

«De alguna manera es la experiencia de toda una vida y la tentativa de llevarla a la escritura»,
dijo Cortázar de Rayuela cuando se le preguntó qué significaba para él.
[Fue publicada por primera vez el 3 de octubre de 1963]