4.5.14

Rayuela [Capítulo II]. Julio Cortázar



Aquí había sido primero como una sangría, un vapuleo de uso interno, una necesidad de sentir el estúpido pasaporte de tapas azules en el bolsillo del saco, la llave del hotel bien segura en el clavo del tablero. El miedo, la ignorancia, el deslumbramiento: Esto se llama así, eso se pide así, ahora esa mujer va a sonreír, más allá de esa calle empieza el Jardin des Plantes. París, una tarjeta postal con un dibujo de Klee al lado de un espejo sucio. La Maga había aparecido una tarde en la rue du Cherche-Midi, cuando subía a mi pieza de la rue de la Tombe Issoire traía siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y si no tenía dinero elegía una hoja de plátano en el parque. Por ese entonces yo juntaba alambres y cajones vacíos en las calles de la madrugada y fabricaba móviles, perfiles que giraban sobre las chimeneas, máquinas inútiles que la Maga me ayudaba a pintar. No estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y crítico, pero después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo. La Maga acababa por levantarse y daba inútiles vueltas por la pieza. Más de una vez la vi admirar su cuerpo en el espejo, tomarse los senos con las manos como las estatuillas sirias y pasarse los ojos por la piel en una lenta caricia. Nunca pude resistir al deseo de llamarla a mi lado, sentirla caer poco a poco sobre mí, desdoblarse otra vez después de haber estado por un momento tan sola y tan enamorada frente a la eternidad de su cuerpo.

En ese entonces no hablábamos mucho de Rocamadour, el placer era egoísta y nos topaba gimiendo con su frente estrecha, nos ataba con sus manos llenas de sal. Llegué a aceptar el desorden de la Maga como la condición natural de cada instante, pasábamos de la evocación de Rocamadour a un plato de fideos recalentados, mezclando vino y cerveza y limonada, bajando a la carrera para que la vieja de la esquina nos abriera dos docenas de ostras, tocando en el piano descascarado de madame Noguet melodías de Schubert y preludios de Bach, o tolerando Porgy and Bess con bifes a la plancha y pepinos salados. El desorden en que vivíamos, es decir el orden en que un bidé se va convirtiendo por obra natural y paulatina en discoteca y archivo de correspondencia por contestar, me parecía una disciplina necesaria aunque no quería decírselo a la Maga. Me había llevado muy poco comprender que a la Maga no había que plantearle la realidad en términos metódicos, el elogio del desorden la hubiera escandalizado tanto como su denuncia. Para ella no había desorden, lo supe en el mismo momento en que descubrí el contenido de su bolso (era en un café de la rue Réaumur, llovía y empezábamos a desearnos), mientras que yo lo aceptaba y lo favorecía después de haberlo identificado; de esas desventajas estaba hecha mi relación con casi todo el mundo, y cuántas veces, tirado en una cama que no se tendía en muchos días, oyendo llorar a la Maga porque en el metro un niño le había traído el recuerdo de Rocamadour, o viéndola peinarse después de haber pasado la tarde frente al retrato de Leonor de Aquitania y estar muerta de ganas de parecerse a ella, se me ocurría como una especie de eructo mental que todo ese abecé de mi vida era una penosa estupidez porque se quedaba en mero movimiento dialéctico, en la elección de una inconducta en vez de una conducta, de una módica indecencia en vez de una decencia gregaria. La Maga se peinaba, se despeinaba, se volvía a peinar. Pensaba en Rocamadour; cantaba algo de Hugo Wolf (mal), me besaba, me preguntaba por el peinado, se ponía a dibujar en un papelito amarillo, y todo eso era ella indisolublemente mientras yo ahí, en una cama deliberadamente sucia, bebiendo una cerveza deliberadamente tibia, era siempre yo y mi vida, yo con mi vida frente a la vida de los otros. Pero lo mismo estaba bastante orgulloso de ser un vago consciente y por debajo de lunas y lunas, de incontables peripecias donde la Maga y Ronald y Rocamadour, y el Club y las calles y mis enfermedades morales y otras piorreas, y Berthe Trépat y el hambre a veces y el viejo Trouille que me sacaba de apuros, por debajo de noches vomitadas de música y tabaco y vilezas menudas y trueques de todo género, bien por debajo o por encima de todo eso no había querido fingir como los bohemios al uso que ese caos de bolsillo era un orden superior del espíritu o cualquier otra etiqueta igualmente podrida, y tampoco había querido aceptar que bastaba un mínimo de decencia (¡decencia, joven!) para salir de tanto algodón manchado. Y así me había encontrado con la Maga, que era mi testigo y mi espía sin saberlo, y la irritación de estar pensando en todo eso y sabiendo que como siempre me costaba mucho menos pensar que ser, que en mi caso el ergo de la frasecita no era tan ergo ni cosa parecida, con lo cual así íbamos por la orilla izquierda, la Maga sin saber que era mi espía y mi testigo, admirando enormemente mis conocimientos diversos y mi dominio de la literatura y hasta del jazz cool, misterios enormísimos para ella. Y por todas esas cosas yo me sentía antagónicamente cerca de la Maga, nos queríamos en una dialéctica de imán y limadura, de ataque y defensa, de pelota y pared. Supongo que la Maga se hacía ilusiones sobre mí, debía creer que estaba curado de prejuicios o que me estaba pasando a los suyos, siempre más livianos y poéticos. En pleno contento precario, en plena falsa tregua, tendí la mano y toqué el ovillo París, su materia infinita arrollándose a sí misma, el magma del aire y de lo que se dibujaba en la ventana, nubes y buhardillas; entonces no había desorden, entonces el mundo seguía siendo algo petrificado y establecido, un juego de elementos girando en sus goznes, una madeja de calles y árboles y nombres y meses. No había un desorden que abriera puertas al rescate, había solamente suciedad y miseria, vasos con restos de cerveza, medias en un rincón, una cama que olía a sexo y a pelo, una mujer que me pasaba su mano fina y transparente por los muslos, retardando la caricia que me arrancaría por un rato a esa vigilancia en pleno vacío. Demasiado tarde, siempre, porque aunque hiciéramos tantas veces el amor la felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más triste que esta paz y este placer, un aire como de unicornio o isla, una caída interminable en la inmovilidad. La Maga no sabía que mis besos eran como ojos que empezaban a abrirse más allá de ella, y que yo andaba como salido, volcado en otra figura del mundo, piloto vertiginoso en una proa negra que cortaba el agua del tiempo y la negaba.

En esos días del cincuenta y tantos empecé a sentirme como acorralado entre la Maga y una noción diferente de lo que hubiera tenido que ocurrir. Era idiota sublevarse contra el mundo Maga y el mundo Rocamadour, cuando todo me decía que apenas recobrara la independencia dejaría de sentirme libre. Hipócrita como pocos, me molestaba un espionaje a la altura de mi piel, de mis piernas, de mi manera de gozar con la Maga, de mis tentativas de papagayo en la jaula leyendo a Kierkegaard a través de los barrotes, y creo que por sobre todo me molestaba que la Maga no tuviera conciencia de ser mi testigo y que al contrario estuviera convencida de mi soberana autarquía; pero no, lo que verdaderamente me exasperaba era saber que nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por liberarme era una admisión de derrota. Me dolía reconocer que a golpes sintéticos, a pantallazos maniqueos o a estúpidas dicotomías resecas no podía abrirme paso por las escalinatas de la Gare de Montparnasse adonde me arrastraba la Maga para visitar a Rocamadour. ¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones de orden y de desorden, de libertad y Rocamadour como quien distribuye macetas con geranios en un patio de la calle Cochabamba? Tal vez fuera necesario caer en lo más profundo de la estupidez para acertar con el picaporte de la letrina o del Jardín de los Olivos. Por el momento me asombraba que la Maga hubiera podido llevar la fantasía al punto de llamarle Rocamadour a su hijo. En el Club nos habíamos cansado de buscar razones, la Maga se limitaba a decir que su hijo se llamaba como su padre pero desaparecido el padre había sido mucho mejor llamarlo Rocamadour y mandarlo al campo para que lo criaran en nourrice. A veces la Maga se pasaba semanas sin hablar de Rocamadour, y eso coincidía siempre con sus esperanzas de llegar a ser una cantante de lieder. Entonces Ronald venía a sentarse al piano con su cabezota colorada de cowboy, y la Maga vociferaba Hugo Wolf con una ferocidad que hacía estremecerse a madame Noguet mientras, en la pieza vecina, ensartaba cuentas de plástico para vender en un puesto del Boulevard de Sébastopol. La Maga cantando Schumann nos gustaba bastante, pero todo dependía de la luna y de lo que fuéramos a hacer esa noche, y también de Rocamadour porque apenas la Maga se acordaba de Rocamadour el canto se iba al diablo y Ronald, solo en el piano, tenía todo el tiempo necesario para trabajar sus ideas de bebop o matarnos dulcemente a fuerza de blues.

No quiero escribir sobre Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto acercarme mejor a mí mismo, dejar caer todo eso que me separa del centro. Acabo siempre aludiendo al centro sin la menor garantía de saber lo que digo, cedo a la trampa fácil de la geometría con que pretende ordenarse nuestra vida de occidentales: Eje, centro, razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia indoeuropea. Incluso esta existencia que a veces procuro describir, este París donde me muevo como una hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedad axial, el reencuentro con el fuste. Cuantas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho es la locura o un perro abrazado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su vaivén instantáneo y otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras: muñequito insignificante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongo en fila, de menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de valores tan bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo religioso. Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, la cosquilla, la ética.

Julio Cortázar y Edith Aron (La Maga)

14.4.14

Breve ensayo sobre Robert Walser. J. M. Coetzee [inédito] *

Robert Walser, el séptimo de ocho hermanos, nació en 1878, en el cantón germanoparlante de Berna, Suiza. Su padre era encuadernador y dirigía una tienda de papelería. A los catorce años, a Robert lo sacaron de la escuela y lo pusieron como aprendiz en un banco, donde cumplió sus funciones de empleado de manera ejemplar hasta que, impulsado por el sueño de volverse actor, súbitamente dejó todo y huyó a Stuttgart. Su audición para el teatro fue un fracaso humillante: lo rechazaron porque era demasiado rígido, demasiado inexpresivo. Abandonó sus ambiciones teatrales y pasó de un empleo a otro, escribiendo, en su tiempo libre, poemas, esbozos de prosa y pequeñas piezas en verso (dramoltes) para la prensa. Sus esfuerzos no carecieron de éxito: fue aceptado por Insel Verlag, editor de Rilke y Hofmannsthal, quien publicó su primer libro.

En 1905, con la meta de progresar en su carrera literaria, siguió a su hermano mayor, un exitoso ilustrador de libros y escenógrafo, a Berlín. Por prudencia, también se inscribió en una escuela que entrenaba personal doméstico y durante breve tiempo lo emplearon como mayordomo en una casa de campo, donde llevaba librea y respondía al nombre de "Monsieur Robert". No mucho tiempo después, logró sostenerse a sí mismo con el producto de sus libros. Su obra empezó a aparecer en prestigiosas revistas literarias y fue bien recibido en círculos artísticos serios. Pero el papel de intelectual metropolitano no le resultaba fácil. Tras unos pocos tragos, tendía a volverse grosero y agresivamente provinciano. Poco a poco se fue retirando de la sociedad, para llevar una vida solitaria y frugal en departamentitos de un ambiente. En ese entorno escribió sus cuatro primeras novelas, tres de las cuales sobrevivieron: Der Geschwistern Tanner (Los hermanos Tanner, 1906), Der Gehülfe (El ayudante, 1908) y Jakob von Gunten (1909).Todas ella toman como material su propia experiencia vital.

En 1913 Walser dejó Berlín y volvió a Suiza como "un autor ridiculizado y sin éxito" (según sus propias palabras, llenas de desprecio por sí mismo). En la ciudad industrial de Biel, cerca de donde vivía su hermana, alquiló un cuarto en un hotel en el que no se permitía tomar alcohol y, durante los siete años siguientes, se ganó precariamente la vida como colaborador de los suplementos literarios de diversos diarios. Aparte de eso, hacía largos paseos por el campo y cumplía sus obligaciones en la Guardia Nacional. En las recopilaciones de su poesía y su prosa breve que siguieron apareciendo, se centró cada vez más en el paisaje social y natural de Suiza. Escribió otras dos novelas: el manuscrito de una, Theodor, lo perdieron sus editores; el otro, Tobold, lo destruyó el propio Walser.

Después de la Primera Guerra Mundial, decayó el gusto del público por el tipo de escritura en la que Walser confiaba para sobrevivir, una escritura que con facilidad se desestimaba como caprichosa y excesivamente literaria. Estaba demasiado separado de la sociedad alemana más amplia para mantenerse al día respecto de las nuevas corrientes de pensamiento; en cuanto a Suiza, el público lector de ese país era demasiado pequeño para sostener a un batallón de escritores. Si bien se enorgullecía de su frugalidad, Walser tuvo que cerrar lo que llamaba su "pequeño taller de fragmentos en prosa". Su precario equilibrio mental comenzó a vacilar. Se sentía cada vez más oprimido por la mirada censora de sus vecinos, por su exigencia de respetabilidad. Dejó Biel por Berna, donde consiguió un puesto en los archivos nacionales, pero unos meses más tarde lo despidieron por insubordinación. Cambiaba constantemente de domicilio. Bebía mucho, sufría de insomnio, oía voces imaginarias, tenías pesadillas y ataques de ansiedad. Intentó suicidarse pero fracasó, porque, como aceptaba con palabras conmovedoras: "Ni siquiera pude hacer un nudo adecuado".

Era evidente que no podía seguir viviendo solo. Venía de una familia con un historial de enfermedades mentales: su madre había sido una depresiva crónica, un hermano se había suicidado, otro murió en un hospital para enfermos mentales. Como sus hermanos no estaban dispuestos a recibirlo, aceptó que lo internaran en una clínica psiquiátrica. "Marcadamente deprimido y gravemente inhibido", decía el informe médico inicial. "Respondió con evasivas cuando se le preguntó si estaba harto de la vida."

En posteriores evaluaciones, los médicos de Walser no lograron coincidir en qué mal lo aquejaba, si es que ese mal existía, e incluso lo instaron a tratar de vivir solo nuevamente. Sin embargo, la rutina institucional se había vuelto indispensable para él y eligió quedarse. En 1933 su familia hizo que lo trasladaran a la clínica psiquiátrica de Herisau, en el este de Suiza, donde tenía derecho a internarse por el sistema de bienestar social. Allí ocupaba su tiempo en tareas como pegar bolsas de papel y seleccionar porotos. Estaba en plena posesión de sus facultades, seguía leyendo diarios y revistas, pero, a partir de 1932, dejó de escribir. "No estoy aquí para escribir, estoy aquí para ser loco", le dijo a un visitante. Además, decía, el apogeo de la literatura había terminado.

El día de Navidad de 1956, la policía de Herisau recibió una llamada: unos niños habían tropezado con un anciano de sobretodo y botas que yacía despatarrado en un campo cubierto de nieve, con los ojos abiertos y muerto por congelación. El cuerpo fue identificado como el de Robert Walser, quien, como se informó en el diario local, había tenido cierta reputación como escritor, no sólo en Suiza sino también en Alemania.

Ser escritor era algo que Walser encontraba difícil en los niveles más elementales: el nivel de usar las manos para convertir sus pensamientos en marcas sobre el papel. Los manuscritos que sobreviven de sus primeros años son un modelo de hermosa caligrafía. La caligrafía, sin embargo, fue uno de los ámbitos donde primero se manifestó su perturbación psíquica. A partir de los treinta años, comenzó a sufrir calambres psicosomáticos en la mano derecha. Los atribuyó a una inquina inconsciente hacia la lapicera como herramienta, que superó al reemplazar la lapicera por el lápiz.

Escribir con lápiz era lo bastante importante para Walser como para denominarlo su "sistema de escritura a lápiz" o "método de escritura a lápiz". El método de escritura a lápiz no sólo implicó el uso de un lápiz sino también un cambio radical en su forma de escribir. A su muerte, dejó unas quinientas hojas de papel cubiertas de un borde al otro por filas de signos caligráficos delicados y minuciosos escritos a lápiz, una escritura tan difícil de leer que al principio su albacea la tomó por un código secreto. Pero bajo la lupa, la escritura se reveló como alemán común, aunque con tantas abreviaturas caprichosas que incluso los mejores especialistas en Walser son incapaces de descifrarla más allá de toda ambigüedad. La totalidad de sus obras tardías, incluida su última novela Der Rauber (El bandido, 1925) -veinticuatro hojas de microgramas, unas ciento cincuenta páginas impresas-, ha llegado hasta nosotros a través del método de escritura a lápiz.

Más interesante que el desciframiento de la escritura misma es la pregunta acerca de qué hizo posible el método de escritura a lápiz que la lapicera ya no podía lograr (Walser siguió usando lapicera para escribir cartas). La respuesta parece ser que, al igual que un dibujante con una carbonilla en la mano, Walser necesitaba darle cierto tipo de ritmo a la mano antes de poder entrar en un estado mental en el cual el ensueño, la composición y el movimiento del instrumento de escritura se convirtieran, en gran medida, en lo mismo. En un texto titulado "Esbozo a lápiz" que data de 1926/27 menciona la "dicha excepcional" que el método de escritura a lápiz le brindaba: "Me calma y me alegra". El método se adecuaba a su modalidad de composición, que avanza menos por la lógica o la narrativa que por el estado de ánimo, el capricho y la asociación. El lápiz y la escritura estenográfica que el propio Walser inventó permitían un avance resuelto, ininterrumpido pero impulsado por el sueño.

Walser escribía en alto alemán (Hochdeutsch), una lengua que los suizo-alemanes, quienes constituyen las tres cuartas partes de la población nacional, aprenden en la escuela pero no hablan en su casa. El alto alemán difiere del alemán suizo no sólo por una multitud de detalles lingüísticos sino también por su temperamento. Usar alto alemán -que, si se quería ganar la vida con la pluma, era la única opción disponible para Walser- entrañaba, inevitablemente, adoptar una actitud educada, socialmente refinada, una actitud con la cual nunca se sintió cómodo. Aunque tenía poco tiempo para la literatura regional suiza (Heimatliteratur), dedicada como estaba a reproducir el folklore helvético y a celebrar las obsoletas tradiciones populares, después de su vuelta a Suiza en 1913, Walser deliberadamente empezó a usar expresiones suizo-alemanas en su escritura y, en general, a sonar como un suizo.

La coexistencia de dos versiones diferentes de una sola lengua en el mismo espacio social es un fenómeno poco familiar tanto para el mundo hispanohablante como para el angloparlante. Al traductor le crea problemas que a veces son insolubles. En el caso de los textos de Walser, algunos traductores responden al problema ignorando la presencia del supuesto dialecto, que se manifiesta no sólo en la presencia de palabras y frases suizas, sino también en un colorido general de la prosa. Otros emplean uno u otro dialecto regional o social de su propia lengua. Ninguna de las dos soluciones es satisfactoria.

Aunque el proyecto de reunir los escritos de Walser se inició antes de su muerte, sólo después de que aparecieran los primeros volúmenes de sus obras completas en edición académica en 1966, y de que se lo comenzara a leer en Inglaterra y Francia, se le prestó una amplia atención en Alemania. En la actualidad, Walser es más conocido por sus cuatro novelas, a pesar de que constituyen sólo una fracción de su producción literaria y a pesar de que consideraba que el género novelístico no era su fuerte. Su propia vida, carente de acontecimientos pero desgarradora a su manera, era su único tema verdadero. Todos sus textos en prosa, como sugería el autor retrospectivamente, podían leerse como capítulos de "una larga historia realista sin argumento", un "libro del yo [Ich-Buch] cortajeado o descoyuntado".

El ayudante que da título a la novela de Walser de 1908, Joseph Marti, es contratado como empleado y factótum general por el inventor Herr Carl Tobler, tras despedir a su predecesor por alcoholismo. Durante el año en que ocupa el puesto, Joseph está en una posición privilegiada para hacer la crónica de la lenta declinación de la empresa de Tobler y la pérdida de su espléndida casa.

Pero Walser no está interesado en el aspecto trágico de tales acontecimientos, en este caso, la tragedia burguesa de la caída de la casa Tobler. Tampoco está interesado en convertir a Tobler en la típica figura cómica del inventor distraído. Sus inventos -el reloj propagandista, la máquina expendedora de balas, la silla inválida, la máquina de perforación profunda- no son más absurdos que los artilugios de la vida real que capturan la fantasía del público y les procuran fortunas a sus inventores: la bicicleta, el rifle de aire comprimido. Por fin, tampoco le interesa a Walser describir el momento histórico en que el inventor como hombre de ideas da paso al inventor-empresario, quien a su vez dará paso al inventor como empleado asalariado del gran capital. El papel de Joseph en el establecimiento Tobler puede ser secundario, pero es Joseph, no Tobler, el héroe del libro, y la evolución (Bildung) de Joseph es el tema del autor.

El lugar de trabajo de Joseph es también su lugar de residencia: si bien nunca le pagan su salario, recibe, como parte del acuerdo, un confortable cuarto propio y todas sus comidas. Así, inevitablemente, Joseph tiene que vivir muy cerca de Frau Tobler.

Un hombre joven, vigoroso y sin ataduras lanzado en brazos de una mujer mayor, atractiva e insatisfecha es una situación rica en posibilidades narrativas: al joven se le pueden hacer sufrir las punzadas de un amor insatisfecho, por ejemplo; como alternativa, puede tener una relación culpable con su amante. Pero aunque Joseph es indudablemente sensible a los encantos de Frau Tobler y aunque Frau Tobler a veces parece invitarlo a avanzar, cuando le llega a Joseph el momento de revelar sus sentimientos, no es amor lo que expresa sino desaprobación: desaprobación por la frialdad con la que Frau Tobler trata a su hijita Silvi.

Joseph es demasiado infantil como para tener sentimientos paternales. De los cuatro niños Tobler, no son los varones con quienes se identifica, tampoco con la frívola Dora de cabellos dorados, sino con Silvi, la niña perturbada que moja la cama con regularidad y luego es duramente castigada por el ama de llaves, con la aprobación de su madre. Sería erróneo decir que Joseph quiere a Silvi: como Frau Tobler declara en defensa propia, es difícil querer a una criatura que es como un animal y, además, tan poco agraciada. Más bien, lo que perturba a Joseph es que, por no cumplir con las expectativas de los Tobler, Silvi ha sido expulsada del seno de la familia y entregada al implacable régimen de los sirvientes. En el destino de Silvi, teme ver el propio.

Los sentimientos de Joseph hacia el matrimonio Tobler son profundamente ambivalentes. Por un lado, apenas puede creer en la buena suerte que lo hizo aterrizar en una situación tan cómoda, la cual lo saca concretamente de la clase obrera en la que nació y le ofrece el hogar que nunca ha tenido. Por el otro, le molesta su posición subalterna en la casa y las indignidades a las que está expuesto sin cesar. Porque si bien los Tobler han rescatado a Joseph del trabajo manual, no lo han elevado a su propio nivel social. Al igual que otro de los héroes de Walser, Jakob von Gunten, Joseph se ha convertido en miembro de la mal definida clase intermedia de los mayordomos, escribientes e institutrices, ubicados uno o dos escalones más arriba en la escala social que los campesinos o los sirvientes, pero con mala paga y de quienes se espera que observen las normas propias de la clase media en el vestuario y la conducta. Al igual que Jakob, Joseph está lleno de un resentimiento incipiente y apenas oculto hacia la gente que le da órdenes y cuyos modales imita.

La ambivalencia de Joseph se expresa de diversas formas: en los alternativos ataques de diligencia e indiferencia con los que desempeña sus tareas; en su conducta hacia Tobler, a veces obsequiosa, a veces insubordinada. Nada de eso está calculado. Joseph es una criatura de impulsos y estados de ánimo cambiantes. Puede hablar con frases bien formadas, pero lo que dice a duras penas está bajo su control. Cuando se dirige a Tobler, en el mismo parlamento le reprocha a su patrón que se atreva a recordarle las comodidades de su situación, desdiciéndose de inmediato y disculpándose por su tono insubordinado, para después retirar su apología y defender su insubordinación como algo vital para su respeto por sí mismo. Tobler le responde con un estallido de risa y dándole una orden sumaria. Transformado al instante en el tímido de todos los días, Joseph obedece.

La corriente de sentimientos entre Joseph y Frau Tobler es igualmente volátil. La conducta de ella oscila entre la seducción y la altanería; Joseph a veces queda cautivado por la mujer, a veces es fríamente crítico.

Los Tobler, sometidos a incesantes tensiones por los acreedores, enfrentados cara a cara con la ruina y la humillación social, tienen estados de ánimo tan inestables como Joseph. Vivir en casa de los Tobler es como estar metido en una ópera italiana. Joseph es lo suficientemente suizo-alemán como para que la experiencia le resulte incómoda. Sin embargo, los Tobler le ofrecen un estilo de vida familiar más satisfactorio que todo lo que haya conocido (su propia familia sólo tiene una presencia nebulosa en el libro: una madre psicológicamente dañada, un padre esclavo de la rutina). La mansión de los Tobler, con su costoso techo de cobre, se ha vuelto no sólo su residencia sino también su hogar. Por lo tanto, el paso que da al final de la novela es enorme, cuando -afirmando su retorno a la clase obrera- exige sus sueldos impagos y le dice adiós a la sede del orden y la pasión, del confort y el tumulto, donde ha pasado el último año y, en compañía del borracho Wirisch, sale a enfrentar el futuro.

Durante su año con los Tobler, Joseph evoluciona y madura en un sentido importante: aprende a ser parte de una familia, aunque se trate de una familia que por cierto dista mucho de ser perfecta, en la que se le exige que dé más amor del que recibe y donde su lugar siempre es precario. Pero, en otro sentido, Joseph permanece constante. El rasgo constante de su carácter es lo más profundo y misterioso de él, lo que convierte a su costado innoble -su ceguera, su vanidad, su satisfacción consigo mismo- en algo irrelevante. El rasgo constante emerge en sus relaciones con el mundo natural y sobre todo con el paisaje suizo a lo largo del ciclo de las estaciones. Joseph no es religioso en ninguno de los sentidos habituales, tampoco tiene pensamientos interesantes (su diario es banal), pero es capaz de una profunda inmersión, casi animal, en la naturaleza y, a través de él, Walser puede expresar lo que constituye el corazón de este libro: la celebración de la maravilla de estar vivo.

¡Qué días aquellos! Húmedos y tormentosos, aunque con cierto encanto. Las hojas rojas y amarillas brillaban febrilmente, ardiendo entre las brumas grises del paisaje. Las hojas de los cerezos eran de un rojo incandescente, herido, doloroso, pero a la vez bello, que reconciliaba y alegraba. Los prados y arboledas parecían a menudo envueltos en velos y paños mojados; arriba y abajo, de lejos y de cerca, todo se veía gris y húmedo. Uno recorría aquel paisaje como un sueño turbio. Y, no obstante, ese clima y ese mundo expresaban también una secreta alegría. Se olían los árboles al caminar bajo ellos, se oía caer la fruta madura sobre los prados y senderos. Todo parecía doble o triplemente silencioso. Se hubiera dicho que los ruidos dormían o temían dejarse oír. Temprano por la mañana y tarde por la noche, las sirenas de niebla enviaban sus asmáticas señales sobre el lago, anunciando el paso de algún barco en la lejanía. Sonaban como quejas de animales indefensos. Sí, la niebla abundaba. Y de vez en cuando: buen tiempo. Eran días auténticamente otoñales, ni buenos ni malos, ni particularmente agradables ni muy sombríos que digamos, ni soleados ni cubiertos, sino de esos que permanecen uniformemente claros y turbios de la mañana a la noche, que a las cuatro de la tarde ofrecen la misma imagen del mundo que a las once de la mañana, días en los que todo yacía bajo el velo de una placidez dorada y un tanto opaca, en que los colores se replegaban silenciosamente sobre sí mismos, como soñando por su cuenta, preocupados. ¡Cómo amaba Joseph esos días! Todo se le antojaba hermoso, ligero y familiar. Esa leve tristeza en la naturaleza lo volvía despreocupado, casi irreflexivo... Había que mirar el mundo con calma, ecuanimidad, bondad y reflexión. Dondequiera que fuera, veía siempre la misma imagen pálida y llena, el mismo rostro, y ese rostro lo miraba con ternura y seriedad.

Walser escribió mucha poesía en el curso de su vida -ocupa cientos de páginas en sus Obras Completas-, pero ningún poema tiene la resonancia de un pasaje como el anterior, incorporado como está en la historia de un sujeto expuesto a la experiencia. Vemos y olemos lo que Joseph ve y huele, pero también sabemos lo que significan las estaciones en su vida y cuáles son las preocupaciones y ansiedades que a tal punto compensan. Pasajes como éste, de éxtasis y celebración, nos permiten entrar en la mente de un hombre para quien el paisaje suizo, con sus estados de ánimo cambiantes, es una figura benigna siempre presente, pero que es capaz de sentir la misma gratitud ante la comodidad de una cama caliente.



J. M. Coetzee  by Riccardo Vecchio.
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Traducción: Cristina Piña

6.4.14

Cien Años de Soledad [Cap.VII. Fragmento]. Gabriel García Márquez

[…]

Un año después de la fuga del coronel Aureliano Buendía, José Arcadio y Rebeca se fueron a vivir en la casa construida por Arcadio. Nadie se enteró de su intervención para impedir el fusilamiento. En la casa nueva, situada en el mejor rincón de la plaza, a la sombra de un almendro privilegiado con tres nidos de petirrojos, con una puerta grande para las visitas y cuatro ventanas para la luz, establecieron un hogar hospitalario. Las antiguas amigas de Rebeca, entre ellas cuatro hermanas Moscote que continuaban solteras, reanudaron las sesiones de bordado interrumpidas años antes en el corredor de las begonias. José Arcadio siguió disfrutando de las tierras usurpadas cuyos títulos fueron reconocidos por el gobierno conservador. Todas las tardes se le veía regresar a caballo, con sus perros montunos y su escopeta de dos cañones, y un sartal de conejos colgados en la montura. Una tarde de septiembre, ante la amenaza de una tormenta, regresó a casa más temprano que de costumbre.
Saludó a Rebeca en el comedor, amarró los perros en el patio, colgó los conejos en la cocina para sacarlos más tarde y fue al dormitorio a cambiarse de ropa. Rebeca declaró después que cuando su marido entró al dormitorio ella se encerró en el baño y no se dio cuenta de nada. Era una versión difícil de creer, pero no había otra más verosímil, y nadie pudo concebir un motivo para que Rebeca asesinara al hombre que la había hecho feliz. Ese  que tal vez el único misterio que nunca se esclareció en Macondo. Tan pronto como José Arcadio cerró la puerta del dormitorio, el estampido de un pistoletazo retumbó la casa. Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes disparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan.

-¡Ave María Purísima! -gritó Úrsula.

Siguió el hilo de sangre en sentido contrario, y en busca de su origen atravesó el granero, pasó por el corredor de las begonias donde Aureliano José cantaba que tres y tres son seis y seis y tres son nueve, y atravesó el comedor y las salas y siguió en línea recta por la calle, y dobló luego a la derecha y después a la izquierda hasta la calle de los Turcos, sin recordar que todavía llevaba puestos el delantal de hornear y las babuchas caseras, y salió a la plaza y se metió por la puerta de una casa donde no había estado nunca, y empujó la puerta del dormitorio y casi se ahogó con el olor a pólvora quemada, y encontró a José Arcadio tirado boca abajo en el suelo sobre las polainas que se acababa de quitar, y vio el cabo original del hilo de sangre que ya había dejado de fluir de su oído derecho. No encontraron ninguna herida en su cuerpo ni pudieron localizar el arma. Tampoco fue posible quitar el penetrante olor a pólvora del cadáver. Primero lo lavaron tres veces con jabón y estropajo, después lo frotaron con sal y vinagre, luego con ceniza y limón, y por último lo metieron en un tonel de lejía y lo dejaron reposar seis horas. Tanto lo restregaron que los arabescos del tatuaje empezaban a decolorarse. Cuando concibieron el recurso desesperado de sazonarlo con pimienta y comino y hojas de laurel y hervirlo un día entero a fuego lento ya había empezado a descomponerse y tuvieron que enterrarlo a las volandas. Lo encerraron herméticamente en un ataúd especial de dos metros y treinta centímetros de largo y un metro y diez centímetros de ancho, reforzado por dentro con planchas de hierro y atornillado con pernos de acero, y aun así se percibía el olor en las calles por donde pasó el entierro. El padre Nicanor, con el hígado hinchado y tenso como un tambor, le echó la bendición desde la cama. Aunque en los meses siguientes reforzaron la tumba con muros superpuestos y echaron entre ellos ceniza apelmazada, aserrín y cal viva, el cementerio siguió oliendo a pólvora hasta muchos años después, cuando los ingenieros de la compañía bananera recubrieron la sepultura con una coraza de hormigón. Tan pronto como sacaron el cadáver, Rebeca cerró las puertas de su casa y se enterró en vida, cubierta con una gruesa costra de desdén que ninguna tentación terrenal consiguió romper. Salió a la calle en una ocasión, ya muy vieja, con unos zapatos color de plata antigua y un sombrero de flores minúsculas, por la época en que pasó por el pueblo el Judío Errante y provocó un calor tan intenso que los pájaros rompían las alambreras de las ventanas para morir en los dormitorios. La última vez que alguien la vio con vida fue cuando mató de un tiro certero a un ladrón que trató de forzar la puerta de su casa. Salvo Argénida, su criada y confidente, nadie volvió a tener contacto con ella desde entonces. En un tiempo se supo que escribía cartas al Obispo, a quien consideraba como su primo hermano, pero nunca se dijo que hubiera recibido respuesta. El pueblo la olvidó.

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Imagen obtenida AQUÍ.

10.3.14

El retrato mal hecho. Silvina Ocampo



A los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de Eponina porque tenía vestidos como sillones de brazos redondos. Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.

Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir. Los brazos de Ana, la sirvienta, eran como cunas para sus hijos traviesos.

La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio. Y así, a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió paciente y comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales.

La mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los dormitorios. Ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre un cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su actividad. Era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se acostaba. Era ella quien repartía por toda la casa los desayunos y la ropa limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía las camas, la que servía la mesa.

Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en el fondo del jardín; Eponina leía en La Moda Elegante: "Se borda esta tira sobre pana de color bronce obscuro" o bien: "Traje de visita para señora joven, vestido verde mirto", o bien: "punto de cadeneta, punto de espiga, punto anudado, punto lanzado y pasado". Los chicos gritaban en el fondo del jardín. Eponina seguía leyendo: "Las hojas se hacen con seda color de aceituna" o bien: "los enrejados son de color de rosa y azules", o bien: "la flor grande es de color encarnado", o bien: "las venas y los tallos color albaricoque".

Ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías, maridos, primas en abundancia, la buscaba por todos los rincones de la casa. No quedaba más que el altillo por explorar. Eponina dejó el periódico sobre la mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: "Las venas y los tallos color albaricoque". Subió al altillo y empujó la puerta hasta que cayó el mueble que la atrancaba. Un vuelo de murciélagos ciegos envolvía el techo roto. Entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, Ana estaba con la cintura suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre limpio, ahora estaba manchado de sangre. Eponina le tomó la mano, la levantó. Ana, indicando el baúl, contestó al silencio: "Lo he matado".

Eponina abrió el baúl y vio a su hijo muerto, al que más había ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba dormido sobre el pecho de uno de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón.

La familia enmudecida de horror en el umbral de la puerta, se desgarraba con gritos intermitentes clamando por la policía. Habían oído todo, habían visto todo; los que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de horror.

Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura. Los labios de Eponina se movían en una lenta ebullición: "Niño de cuatro años vestido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubierta de un plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. Las venas y los tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín".

Silvina Ocampo.
Fotografía tomada en 1959, por quien fuera su esposo, el escritor Adolfo Bioy Casares